Es tan grande
el dolor, y tan grande la soledad que ni la misma muerte puede actuar como
milagro, ni la vida como maldición. Un millón de agujas apuñalan mi corazón,
como si de un juego se tratase en el que yo soy la víctima y tú mi perdición.
Caigo muerto en la noche al escuchar el susurro que me avisa de que has
llegado. Tan rápido como un rayo en mi cabeza comienzas a acechar.
Ahí estás, la
locura que me tortura sin remordimiento, sin descanso alguno; de día vas y de
noche vienes. Como si se tratara de fuego y agua, nos enlazamos en una batalla
de elementos. A veces ganas tú, a veces gano yo. Es en ese momento en el que me
doy cuenta de que todo se debe al azar. Una simple moneda, o cara, o cruz.
Descubro en unos instantes que la única forma de acabar con el juego es
llegar a la casilla del final, es decir, enfrentarme a la realidad.
Llega la luz
del día y me preparo de nuevo para continuar la batalla. Esta es mi guerra
diaria contra la vida, quién sabe, de un secreto se podría tratar, tan oscuro y
oculto como el color más negro que se pueda imaginar, un recuerdo que quieras
descartar. Me pongo a pensar y mi mente decide que ni la vida es un milagro, ni
la muerte una maldición. Una necesita a la otra, y la otra a la una. ¿Qué es el
color blanco sin el negro, o qué es el mar sin su color añil? Y ahora, mi
pregunta es: ¿qué soy yo sin ti, y que serás tú sin mí?
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